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A veces, la tristeza se asoma y, con mi mejor cara, la invito a pasar.

¿Te apetece un té de menta, café, agua?

A ella hay que tratarla bien.

Cuando se asoma, inevitablemente, me recuerda quién soy y el camino que he recorrido.

Yo no la espanto, la abrazo porque sé que se hace la fuerte.

Cuando pasa por acá y asoma la cabeza, entiendo que necesita que la escuche. Así que, insomne, le brindo espacio.

A veces, se acurruca a mi lado, le ofrezco mi hombro y lloramos juntas.

Nunca se queda. Ella sabe que me haría daño, si lo hace y me quiere demasiado como para causarme ese dolor.

Hoy me recordó que todo lo vivido ha de servir para algo bueno y que el destino es caprichoso.

También intentó explicarme el comportamiento de algunos. Hay cosas que quizás no logre comprender ni aceptar en esta vida.

Ni modo, seguiré el sendero de mi vida, con la frente en alto y, por sobre todas las cosas, honrando a mis padres y a mis hermanos. Y si no se puede en esta vida, pues nada, que sea en la siguiente.

Lo que yo sí sé es que somos nosotros los que escogemos a quienes nos traen al mundo y les debemos amor y respeto, por sobre todas las cosas.

Los que hemos tenido la dicha de crecer al lado de nuestros padres les debemos lo que somos. Ni la crianza ni el aprendizaje caen del cielo. Hay quienes creen que se lo «curraron» solos y que una vez «independientes», ya no necesitan a quien le cuestiona las acciones, sino a las focas que les aplauden todo. ¡Vaya!

Y así, la tristeza me abraza y seca las lágrimas que bajan desaforadas mejilla abajo.

Antes de irse, me agradece el agua fresca que ambas bebimos.

Voy camino a refugiarme en mis sueños. Quizás en ellos, vea los caminos que se me esconden en medio de la tormenta que intento disipar en mis ojos.

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